
Cada 18 de diciembre, Día Internacional del Migrante, obliga a mirar una realidad que, lejos de mejorar, se ha vuelto más compleja y más dura para millones de personas. Para los mexicanos que viven en Estados Unidos (con o sin documentos) la migración sigue siendo una experiencia marcada por la incertidumbre, miedo y vulneración cotidiana de derechos humanos fundamentales.
Migrar no debería implicar perder la dignidad, pero en los hechos así ocurre. Hoy, muchas familias mexicanas viven en un entorno cada vez más hostil: redadas, procesos migratorios opacos, discursos de criminalización y una narrativa que reduce a las personas migrantes a cifras o expedientes.
El impacto económico y social de nuestros connacionales no es menor: gracias a su trabajo y sacrificio hoy sostienen la economía de cientos de comunidades mexicanas. Sólo en 2023 las remesas enviadas a México superaron los 66 mil millones de dólares. Detrás de cada envío hay historias de esfuerzo, discriminación y riesgo. A ello se suma un elemento particularmente preocupante: el uso de la tecnología y de los datos personales como herramientas de control migratorio.
En los últimos meses el gobierno de Estados Unidos ha puesto sobre la mesa la posibilidad de evaluar hasta cinco años del historial en redes sociales de personas que buscan ingresar al país.Aunque se argumenta que esta medida responde a criterios de seguridad nacional, no pueden ignorarse sus implicaciones para la privacidad, la libertad de expresión y la protección de datos personales, especialmente tratándose de poblaciones en situación de vulnerabilidad.

Las redes sociales no son simples plataformas de entretenimiento. En ellas se reflejan opiniones políticas, creencias religiosas, vínculos familiares, posiciones críticas y aspectos íntimos de la vida cotidiana. Someter esta información a revisiones gubernamentales sin reglas claras, sin criterios transparentes y sin mecanismos efectivos de rendición de cuentas abre la puerta a decisiones discrecionales, sesgos y actos de discriminación.
Para una persona migrante, una publicación mal interpretada, una opinión crítica o incluso una fotografía fuera de contexto pueden convertirse en un obstáculo para cruzar una frontera, renovar una visa o simplemente permanecer con su familia. Ese escenario genera un efecto silencioso pero profundo: la autocensura. El miedo a expresarse libremente por temor a represalias migratorias constituye, en sí mismo, una violación grave a los derechos humanos.
Pero la vigilancia no se limita al ámbito digital. Se extiende también a la vida cotidiana: salir a comer, manejar hacia el trabajo o acudir a un parque puede convertirse en un riesgo.
Comunidades enteras viven con el temor constante de una revisión, una detención o una deportación que desintegre familias y marque de por vida a niñas y niños que crecen con la angustia de perder a sus padres.
El impacto de estas políticas es especialmente grave para la infancia migrante. Niños que migran (acompañados o no) enfrentan trayectos peligrosos, separación familiar, desarraigo y una exposición temprana a la vigilancia digital y al miedo institucionalizado. Su bienestar debería ser una prioridad en cualquier política migratoria o acuerdo bilateral, y sin embargo sigue siendo uno de los puntos más débiles en la agenda pública.
La protección de los datos personales no es un asunto técnico ni secundario; es un derecho habilitador de otros derechos. Cuando se debilita la privacidad, se debilitan también la libertad, la seguridad y la dignidad. En el caso de la población migrante, esta fragilidad se multiplica y se hereda incluso a las siguientes generaciones.
No podemos permitir que la tecnología se convierta en una nueva frontera invisible que excluya, vigile y castigue. Las políticas migratorias deben ser firmes, pero también humanas, proporcionales y respetuosas de los derechos fundamentales. La recopilación masiva de datos, sin límites claros, no es sinónimo de mayor seguridad, pero sí implica mayores riesgos.
En este Día Internacional del Migrante el llamado es claro: colocar a las personas en el centro de las decisiones públicas. Defender los derechos humanos de quienes migran implica también defender su vida digital, su información personal, su libertad de expresión y el derecho de niñas y niños a crecer sin miedo. Porque migrar no debería significar renunciar a la privacidad, ni aceptar que la dignidad quede detenida en una frontera.
Con información de Proceso.