Hay quienes confunden un nombramiento con una coronación, una toga con un pasaporte (o un pasamontañas con metralleta incluida) o una sala de justicia con un módulo de atención para amigos del régimen o para quien el régimen recomiende (una especie de regimontaños).
Ésos son algunos de los nuevos habitantes del vértice, de la cima, de la cúspide, del pináculo (’ora, ’ora), de la cumbre, del apogeo, de la cresta, del sagrado picacho, recién llegados al Olimpo de los plenos, que en vez de mirar hacia abajo con la nariz metida en librotes para entender lo que deben juzgar, voltean hacia los costados para ver a quién se traen (o qué se llevan).
No han rendido protesta aún, pero ya están cobrando favores.
No han dictado una sola sentencia, pero ya reparten puestos como quien reparte volantes en la plaza. Sus maletas no traen códigos ni tratados, sino listas de nombres. Su prisa no es por reformar la justicia: es por secuestrarla antes de que alguien la encuentre.
Así se empieza a pudrir un Poder: cuando sus magistrados y jueces quieren ser más operadores que servidores, más siervos (o cómplices) que ciudadanos, más dueños de la ley que obedientes a su mandato.
Hay quien aún cree que el mérito o la dignidad son una superstición de los ingenuos; que basta haber resistido el quinquenio anterior para merecer un feudo; que haber tenido un “padrino” el domingo se traduce en tener ahora un “ahijado” de por vida, para colocar o promover.
Mientras tanto, lo urgente —los criterios judiciales anacrónicos, la violencia estructural contra las mujeres, el rezago de causas, la precariedad de los juzgados, el miedo de secretarios de primera instancia (o de Sala) a sus superiores— se recrudece y archiva como si fuera asunto menor.
¿Dónde están los magistrados y jueces que callan, pero observan? ¿Dónde los que dictan resoluciones incómodas sin pedir permiso? ¿Dónde los que saben que ser imparcial no es quedar bien con todos, sino quedar bien con nadie?
La toga, esa tela pesada que alguna vez simbolizó imparcialidad y decoro, a partir de hoy se empezará a usar como capa de supervillano de caricatura. Hay quien ya la rasgó para mostrar lo que lleva debajo: no el pecho limpio de quien hará justicia, sino el torso peludo de quien vino a vengarse, a cobrar, a capturar o… peor: a exhibirse. Esos machos de lomo plateado que descubren sus vergüenzas mientras pagan o cobran favores sin haber abierto jamás un libro o un código en su perra y miserable vida.
Dicen que en la agitación del poder, la verdadera caída no se percibe al principio; que se empieza a notar cuando un magistrado o juez empieza a preguntarse no si lo que hace es justo, sino si le conviene; o lo que es absolutamente más peligroso, cuando ni $iquiera se lo pregunta.
Allí empieza el vértigo del escalón perdido.
Y luego la justicia se desploma.
¡Agárrate Justicia, que vamos a galopar!
Luis Villegas