Hay versos que uno no lee, se los encuentra de frente, una especie de portazo o pedrada verbal (o intelectual) que deja huella; así me pasó a mí en mi lejana adolescencia, con aquellos endecasílabos endemoniados de don Francisco de Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado” (https://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/SONETO%20A%20UNA%20NARIZ.pdf).
¿Qué edad tendría? ¿Quince? ¿Dieciséis? No lo recuerdo; los libros estaban por todas partes, me rodeaban amablemente, me acogían, me protegían, me amparaban, me ilustraban, me oían, me hablaban, me embebían. El punto lo refleja en forma nítida un artículo que escribí hace casi seis años (https://oem.com.mx/elheraldodechihuahua/analisis/los-libros-de-taibo-ii-para-morir-de-risa-15164280): “Cuando era niño, la biblioteca de la maestra Lupita fue un refugio para mí; adolescente, sin medios económicos ni muchas otras opciones, la Biblioteca Municipal fue mi segunda casa; luego llegarían Marcotoño Delgado con su librería de viejo instalada en la avenida Juárez, La Sorbona, y particularmente su esposa, con más caridad que espíritu de comercio, a alimentar mi hambre de libros”; todos ellos, testigos mudos de una vocación aún no confesada.
Así pues, en una de esas tardes de ilustración y modorra, llegó don Francisco de Quevedo y con él, el Siglo de Oro español. Don Francisco (en aquellos ayeres y en mi ignorancia supina bien le podría haber dicho —como el “Chavo del Ocho”— “pon Dancho”).
Pues ahí estaba yo redepente, a mis diecitantos, en ese pulso brutal entre titanes, en medio de gigantes; casi un duelo en verso entre Góngora —transformado en apéndice nasal con patas— y Quevedo (¡Ay, Quevedo! ¿Quévedo?), quien no describía una nariz, no, la transfiguraba, la convertía en planeta, catapulta, esperpento, animal mitológico y todo aquello que el magín del poeta le permite, le concede y le faculta.
“Érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva…”, el ataque de Quevedo no es sólo físico, es una guerra de estilos; él, claro, conciso, punzante, enfrenta al Góngora de voluta barroca y, antes de que sacaran las espadas, ahí estaba yo también, entre ambos, boquiabierto.
Esa tarde entendí que el juego de palabras, por sí y para sí, también podía ser un arte; que la poesía podría servir para diversos propósitos y que es posible tajar y carcajearse al mismo tiempo. Quevedo me enseñó que un poema podía ser una navaja escondida en una rima consonante.
Pasaron los años; la vida me volvió más cínico, más canoso, más literal y dejé de leer poesía por muchos años, pero los versos de Quevedo siguieron dentro, como tizones, como esquirlas en el alma y ahí nomás, empecé a escribir:
“ÉRASE UN OJO AL OTRO DIVORCIADO.
Érase un ojo al otro divorciado,
de brújulas en férreo desacuerdo,
uno al abismo y otro al cielo… abierto,
un GPS por sí solo extraviado.
Érase un rostro en fuga descubierto,
de simetría, en huelga y sin gobierno,
de eje ocular errante y desahuciado,
con la mirada en “Y” rumbo al infierno.
Érase un par de faros sin arribo,
pupilas en debate permanente,
visión de doble enfoque tan cautiva,
que el uno ve el pasado y otro el presente…
mirada renacentista, fugitiva,
ojillos de asamblea disidente”.
Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: https://unareflexionpersonal.wordpress.com/
Luis Villegas Montes
luvimo6608@gmail.com luvimo6614@hotmail.com