A lo largo del fin de semana más reciente, la violencia volvió a manchar el espectáculo en la Liga MX. A las afueras del estadio Universitario, el juego entre Tigres y América se vio empañado por broncas que derivaron de enfrentamientos entre aficionados. Mientras tanto, en el estadio AKRON, seguidores del Guadalajara agredieron a un familiar de un jugador de FC Juárez, reflejando la persistencia del problema más allá de rivalidades deportivas.
Los disturbios no son hechos aislados. Desde la tragedia del estadio Corregidora el 5 de marzo de 2022 entre aficionados de Querétaro y Atlas, la Liga MX prometió aprender, reforzar la seguridad y prevenir la violencia. Sin embargo, los incidentes recientes exponen que muchas promesas siguen sin cumplirse.
Tras los hechos violentos sucedidos en Querétaro en el juego entre Gallos y Atlas, se instauró el sistema Fan ID para identificar a los aficionados violentos. Hoy, tres años después, más de 3.7 millones de seguidores se han registrado, pero la aplicación del sistema es irregular. En estadios como el Azteca, el Jalisco o el Olímpico Universitario, el Fan ID simplemente no se pide en muchos casos.
Aun así, en algunos casos ha permitido identificar a agresores, tal y como sucedió en el Universitario de Nuevo León, en donde incluso la directiva de Tigres confirmó las identidades y las sanciones impuestas a quienes se vieron involucrados en las broncas del pasado sábado.
Después de Querétaro, la liga anunció un reforzamiento del Plan de Seguridad en estadios: más policías, filtros más estrictos, credencialización de barras visitantes y prohibición de grupos denominados “barra brava”.
Sin embargo, la realidad ha sido contradictoria. Reportes indican que en estadios el Fan ID se exige solo a una minoría (entre 10 a 20 por ciento de aficionados). La libertad de movimiento de los fans y los puntos ciegos en muchos accesos siguen siendo detonantes de incidentes.
Tras la tragedia de marzo de 2022, se pactaron sanciones: venta de Gallos a nuevos dueños, salida de la ciudad, Fan ID obligatorio y filtros reforzados. Sin embargo, el cambio de dueño se consumó hasta 2025 y al parecer Gallos seguirá en Querétaro.
Aunque se instauró el Fan ID y se reforzaron filtros, la persistente violencia sugiere una débil aplicación de estos protocolos, que no logran contener los enfrentamientos.
Apenas en marzo pasado, el Club Guadalajara recibió un veto de un partido sin público después de que un aficionado lanzara una botella a Kevin Álvarez, jugador del América. Posteriormente, otro incidente derivó en la reubicación de un partido al estadio Jalisco con medidas de seguridad reforzadas.
Sin embargo, estas sanciones parecen reactivas, no preventivas. Hay inconsistencias entre lo que se sanciona y lo que se aplaza, generando más dudas sobre la capacidad de cambiar el panorama.
LA VOZ DEL EXPERTO
Patricia Murrieta Cummings, investigadora de la UdeG en del Departamento de Políticas Públicas
La violencia en México no se limita a las calles. También se traslada a los estadios de futbol, espacios que en teoría deberían ser de fiesta, pero que cada vez más reflejan la crudeza de nuestra realidad social; la violencia se ha normalizado como forma de resolver conflictos.
El futbol, con su capacidad de generar identidad y pertenencia, se convierte en terreno fértil para que estas dinámicas exploten. El aficionado llega con frustraciones acumuladas: problemas económicos, tensiones laborales, enojo social. Dentro de un estadio, esas emociones se combinan con la exaltación de la pasión deportiva y con un factor clave: el grupo. Las barras y porras no son simples animadores, son colectivos que moldean la conducta individual bajo un código propio. El “aguante” se mide en la disposición a gritar, confrontar y, llegado el momento, pelear. La violencia deja de ser condenable para transformarse en una credencial de pertenencia.
Otros elementos contribuyen a este escenario: el consumo de alcohol sin control, la mala organización en accesos y boletaje, la respuesta hostil de la seguridad, incluso el calor o la incomodidad de los estadios. Todo suma a un caldo de cultivo donde basta una chispa para que estalle la confrontación.
El problema es que, más allá de los discursos oficiales, la violencia suele quedar impune. Los clubes son multados o reciben sanciones administrativas, pero el aficionado que lanza una butaca o golpea a otro rara vez enfrenta consecuencias directas.
Lo más grave es que la violencia está incrustada en nuestra cultura. No sólo se tolera, en muchos casos se celebra: “defender los colores”, “no rajarse”, “hacer respetar la casa”. Mientras esas narrativas sigan vigentes, cualquier medida será insuficiente.
El futbol mexicano necesita más que protocolos. Requiere una campaña profunda de reeducación, que devuelva al estadio su carácter de fiesta y no de campo de batalla. Y necesita sanciones inmediatas, justas y visibles que rompan con la impunidad. Al final, la violencia en los estadios no es un problema aislado: es apenas el reflejo más estridente de lo que somos como sociedad.
Con información de Informador.mx