Hoy tenemos que hablar de la metanfetamina. Ese estimulante poderoso y barato que ha inundado nuestro país y que, como buenos mexicanos, escondemos bajo el tapete, esperando que al barrer las penas desaparezcan.
Si no mal recuerdo, descubrí la amplitud del problema hace un poco más de un año, durante una entrevista con un químico que con el tiempo se volvió mi amigo, llamado Leonardo Luna, dedicado a difundir información y vender reactivos para reducir el riesgo en el consumo. Antes de eso ni siquiera sabía que existía. La había probado, pero sin saber qué era esa droga con la que habían cortado el pedido que hice por internet, como le pasa a tanta gente de mi generación.
“En México no tenemos un problema con el fentanilo”, me dijo. “Tenemos un problema con la meta y las monas, eso es lo que consume la banda acá, porque son drogas perfectas para la clase trabajadora. México no es un país en el que te puedas tirar en un sofá a esperar que te llegue dinero del Estado, como pasa en Europa, acá toca chambear sí o sí, y el cristal (que es otro nombre que se le da a la meta) es perfecto para eso”, me dijo en sustancia, mientras yo trataba de averiguar en qué estado está este país que dejé hace 10 años para ir a descubrir Colombia.
No conocía esa droga, porque no es un problema que aqueje a los colombianos. En este mundo hiperglobalizado, en el que todo va a mil por hora, necesitamos estimulantes: drogas que potencian nuestra capacidad para trabajar, estudiar, enfiestar, embriagarnos, bailar, hacer deporte y mil otras cosas más sin tener que descansar jamás. Todos nos creemos el lobo de Wall Street y somos apenas unos corderos que van rumbo al matadero, drogados.
Para eso está el café, del que te puedes tomar cinco tasas diarias sin que nadie te critique. Aunque otras plantas de su misma familia, como el kratom, sean ilegales en algunas partes, lo que muestra lo estúpida y arbitraria que puede ser esa clasificación. Está la cocaína también, la pasta base y sus derivados, como el bazuco, cargado con ladrillos, que inunda las calles de Colombia y te da un rush de energía, además de una ligera sensación de bienestar. Y está la meta, que llegó a nuestro país por el norte, como una violenta epidemia capitalista e imparable.
Ya iré explicando por qué uso un lenguaje médico, cuando soy de los que defienden la legalización de todas las drogas como la mejor manera de controlar el consumo, de atender a los adictos y, sobre todo, de reducir la violencia ligada a su ilegalidad que todos conocemos.
El caso es que me enteré de su existencia por Leonardo y quise averiguar qué tan grave estaba la situación de contagio en nuestro país, y lo más extraño es que me di cuenta de que no lo sabemos realmente. Por inexplicable que parezca, la última encuesta nacional sobre las adicciones data de 2016-2017 y no se ha actualizado desde entonces. La Secretaría de Salud, que ha decidido no contestar nada al respecto (pasando de “tengo otros datos” a “no tengo datos”) y además cambió a la dirección del Consejo Nacional de Salud Mental y Adicciones, ha pospuesto en varias ocasiones la nueva encuesta, quizá porque no quiere que sepamos lo grave que es la situación.
Pero sabemos que es grave. Ya en 2017 el cristal (criko, hielo, speed, como lo quieran llamar) era una de las drogas más consumidas por los mexicanos, aunque muy por debajo del alcohol, la marihuana y la cocaína. La habían probado más de 743 mil personas alguna vez en la vida y medio millón en el último año. Y desde entonces la demanda explotó. Eso se puede ver en las cifras sobre solicitudes de atención médica hechas por el gobierno mexicano en 2023, en la que las demandas de atención médica por el consumo de anfetamínicos (que comprenden al cristal, pero también al éxtasis y a productos legales) estallaron hasta rebasar a los productos tradicionales que cito más arriba, particularmente entre la juventud.
Y es que si no lo saben, se lo digo acá. Hoy en día todo el mundo se droga. Bueno, no todo el mundo, pero mucha gente. Los adultos de la generación anterior a la mía no pueden salir a tomar su pausa activa sin fumar un cigarrillo para calmar los nervios que les provoca el café, sin el cual no pueden despertar. Y en las fiestas, los más jóvenes han reemplazado al alcohol por éxtasis, al sexo por amor y a las discotecas por fiestas caseras, fincas y, de vez en cuando, enormes raves para comulgar en masa. Y si quieren mi opinión, es mejor así: hay muchas menos denuncias de agresiones, violaciones, asesinatos con éxtasis que con alcohol, que es una droga muy poderosa que los ignorantes consideran como legítima porque es legal. Como si la potencia de una droga dependiera de su legalidad.
El caso es que me fui dando cuenta de que a nosotros, los mexicanos, no nos mandaron el éxtasis relativamente puro que producen los laboratorios europeos, en Holanda o en Alemania. Como pasó con las lavadoras derruidas que nos llegaron después de muchos ciclos de uso en Japón y Corea en el siglo pasado. En cuanto a drogas, nos mandaron lo peor. Por algo es que en Estados Unidos le dicen a la metanfetamina la cocaína del pobre. Es un estimulante tan poderoso y barato que en lugar de doparte por una hora, como la cocaína, te alcanza para drogarte durante diez horas con un solo pase (inhalado, fumado o inyectado) por la mitad del precio de la coca, y hasta menos si sabes dónde conseguirlo.
A primera vista no suena mal. Pero con el tiempo se va pagando el precio de esa felicidad artificialmente poderosa. Lo supe cuando fui visité una clínica de rehabilitación del Estado de México, en la que escuché las historias trágicas de los chicas y las chicas que pasaron al pupitre gigante dispuesto por Víctor Quevedo para la ocasión, y cuando diferentes doctores y especialistas me explicaron lo que sucede realmente en el cuerpo con ese estimulante creado para hacer de los soldados unos superhéroes. El placer que te da, el rush, así como la capacidad de inhibir el sueño, el hambre y el miedo, te van consumiendo con el tiempo. Más allá de la droga, lo que realmente te afecta es que dejas de comer y de dormir: se te pudren los dientes y la boca, te salen llagas, te dan ataques de paranoia y de esquizofrenia, sientes insectos bajo la piel. El craving es mucho más duro que con otras drogas. Los ataques de ira, también.
Como les dije, lo probé en una muy pequeña medida. El par de veces en que probé la metanfetamina me sentí el rey del mundo, el más inteligente, el más cabrón. El más más. No entendía cómo se me podían ocurrir tantas ideas al mismo tiempo, y a la vez, a pesar de haber tenido sexo, no dejar de masturbarme hasta el día siguiente, y aun así seguir con fuerzas y energía. Como si no necesitara descansar para expulsar mi libido, pensar, actuar y seguir viviendo, como si nada. Lo cual probablemente no hable muy bien de mi estado emocional. Pero recuerdo que al día siguiente pensé: qué peligrosa es esta m***a, ¿cómo será sentirse así todos los días? Bueno, ahora lo sé, porque vi el estado en el que deja a sus víctimas. Trabajadores pobres del Edomex, sí, pero también estudiantes clasemedieros que se engancharon a ese placer fácil, ingenieros, abogados, etc.
En los centros de rehabilitación que visité en el Edomex alcanzaba a 80% de la población como principal sustancia de impacto. Pero ya lo hacía con 35 a 40% de la clase media de las clínicas de la Ciudad de México que recorrí, también. Está, literalmente, en todas partes. En el caso de los solventes, la mona, que es la otra gran droga de impacto, la clasemedia se quedó tranquila, porque no vio a sus jóvenes caminar encorvados por la calle, con la nariz goteando y los ojos perdidos en el horizonte. Sólo ocurría en el barrio. Pero la meta fue diferente, alcanzó a todos. Sólo que aún no lo saben.
Pero no quiero sonar moralizador. Insisto: las drogas en sí no son malas ni buenas. No tienen sentimientos, no las antropomorficemos. Suficiente tenemos con la gente que cree que sus gatos y sus perros son sus hijos simplemente porque no soportan a nadie más. El problema es cómo y para qué las usamos, y creo que allí reside el problema de la metanfetamina.
En la historia de la humanidad (y eso no lo digo yo, lo explican muchos autores, como Araceli Manjón Cabeza y un largo etcétera) las drogas le han servido al ser humano para conectarse. Con la naturaleza, consigo mismo, con su Dios, su espiritualidad. Para entender lo que existe a su alrededor, más allá de lo visible y de las barreras que impone la consciencia. Para tripearse, sí, pero con un objetivo loable. Mientras que hoy las usamos para desconectarnos. Para escapar de la realidad, para olvidar, para embrutecernos y desinhibirnos; lo que llamamos divertirnos. Lo que creemos que es divertirnos, porque así nos lo enseñó el alcohol. La meta es el epítome de ese mal uso que le estamos dando a las drogas. Es la capacidad de olvidar potenciada por un millón.
Es tan fuerte —y transformada artificialmente en laboratorio con ese fin— que pronto se deja de sentir placer y se toma para no dejar atrás la sensación, para no sentirse mal, para no rascarse la piel, para no sentir nada al final. Ni los riesgos incurridos al tomar la droga, ni los riesgos que se tienen que librar para comprarla, para vender lo que se tiene por una dosis, para robar o mendigar cuanto te permita seguir adelante. Ya no hay obstáculos. Como no sentían miedo los nazis que iban al frente ni los kamikazes que se tiraban de cabeza contra los barcos, estallados con cristal. Es suficiente con meterse un rato a los grupos de FB de crikosos que venden cosas baratas en el Edomex o crikosos calientes para darse cuenta de que pronto dejan de importar las convenciones sociales y sólo importa el placer, pero un placer efímero, que se escapa en la primera voluta de humo y pronto se adhiere a la piel, pegajosa, como la de un sapo. Tóxica. Un placer capitalista y dañino que buscamos porque no conocemos los otros tipos de placeres que existen.
Por lo que acá volvemos a la cuestión de la ilegalidad. Más allá de que legalizar la droga no aumenta el consumo, contrario a lo que se cree (o al menos no crece más de lo que lo hace en la ilegalidad, como lo demostré en este artículo), quita dinero del bolsillo de los grupos ilegales para dárselo al Estado, libera a las prisiones, permite a la policía concentrarse en tareas que de verdad importan, reduce las tasas de sobredosis y, por lo tanto, el peso sobre el sistema de salud y un largo etc.
Legalizar la meta y las otras drogas permitiría darle a entender a los jóvenes que existen otras alternativas de consumo al cristal, igual de placenteras, más interesantes, enfocadas en lo que este mundo necesita. Gente conectada con otras personas y con su entorno, empáticas, no nerviosas y violentas, que es lo que provoca el consumo de estimulantes, facilitados por los cárteles de Jalisco Nueva Generación (que erigió su imperio sobre esa droga) y el de Sinaloa, y por nuestra sociedad; incapacidad de redefinir el paradigma fallido de la lucha contra las drogas y de entender que en una generación en la que —casi— todo el mundo se droga, seguir escondiéndolo no nos va a ayudar en nada, sino que más bien va a permitir que productos cada vez más fuertes se infiltren insidiosamente en las escuelas, las paradas de taxis y autobuses, los puntos de venta, las redes sociales como Facebook, WhatsApp, Twitter, Grindr... Porque hoy en día, la venta se hace sobre todo por internet. Quizá por eso no se enteran de que sus hijos consumen hasta que es muy tarde. Y no, prohibirlo no cambiará las cosas a nivel social.
Pero como siempre le hacemos caso a los gringos cuando se trata de cometer estupideces, como mantener una fallida guerra contra las drogas que nos cuesta sangre y lágrimas para que se pueden meter polvo por la nariz con la conciencia limpia y los bolsillos de los políticos y empresarios repletos, probablemente sigamos hablando durante un buen tiempo del fentanilo, que prácticamente no afecta a nuestra población, que de por sí consumía muy poco el opio que mandaba a Estados Unidos antes de que se pusiera de moda el fenta, en detrimento de la verdadera epidemia que tenemos, que es la del uso de solventes (como la mona) que ha ido cediendo el paso a la meta, y que está en todas partes, incluso en las casas de la clasemedia, por más que se quiera negar.
Con información de proceso.com.mx